Los 27

Hasta poco tiempo atrás tenía algo de orgullo en decir que era muy raro enfermarme, que las únicas veces en que estuve internada en un hospital o frecuenté una guardia fueron antes mismo de cumplir una década de vida. Era básicamente indestructible, me parecía a mí. Entonces llegaron los 27 y con ellos, problemas.
Yo que nunca en mi vida había me roto un hueso, en menos de dos meses de cumplir mi edad actual, me fracturé el húmero proximal. ¿Haciendo qué cosa? Aprendiendo a andar en skate, como si tuviera 15. Terminé la tarde de domingo en la guardia. Tres semanas con el brazo metido en un cabestrillo.
Ni bien me había terminado de recuperar,  tuve una contractura en el cuello, en el mismo día que una de las peores resacas de mi existencia me dejó en la cama un sábado entero. El dolor duró más de una semana.
Cuando aparentemente mis huesos, músculos y nervios parecían estar finalmente funcionando como corresponde, surgió un dolor en el riñón derecho, acompañado de un resfriado que me convirtió en una bolsa de mocos. Otra visita a la clínica a las 12 de la noche y un diagnóstico de infección urinaria. ¿Tuve esto antes en mi puta vida? Evidentemente no. Llegó con los 27.
Mientras todo esto pasaba, tenía un turno para un procedimiento quirúrgico, ya que en las primeras semanas de los 27 una dermatóloga me dijo que uno de mis lunares tenía un aspecto raro y era mejor sacarlo para evitar un posible melanoma. Así que días después de recuperar los riñones y haber dejado de echar mocos, me encontraba acostada en un quirófano con una camisola, un gorro para la cabeza y dos para los pies mientras un señor arrancaba un centímetro de piel de mi teta derecha y enseguida la suturaba. Cinco puntos y 10 días de curación.  

Hace sólo cuatro meses que tengo 27.  

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